Una llama que, como cualquier otra cosa, se apaga (II)

Se consagró dueña de su carrera y ama de su dinero. Muy pronto se transformaría en la administradora number one de su negocio, categorizado así ya que el movimiento de dinero fruto de su trabajo era un torbellino que recorría empresas, familias, hogares, incluidas las inversiones, y para ello debería prepararse. Curiosamente a medida que crecía y a medida que se relacionaba más y más la gente de su particular universo procuraba advertir, enderezar, incitar y un sinfín de propósitos de los cuales sólo unos pocos era capaz de asimilar. Probablemente haya habido más de muchos incontables casos de carreras frustradas, deudas, tragedias, americanas sesiones de psicoanálisis, familias arruinadas, infancias robadas. El de Mireia no era de esos, sin perder jamás el norte ni dejarse apoderar por la más que temible autodestrucción, no podría situarse ni en todos ni en ninguno de los grupos. No por ahora.

Cualquier conocedor de la historia de Mireia se la hubiera imaginado, ya de mayor, adulta, habiendo pasado años, habiendo pasado por distintas campañas tras las infantiles, escolares, veraniegas, de navidad, de adelgazamiento, rizos perfectos, luminosidad en el rostro, a otro tipo de publicaciones orientadas a la reducción de colesterol, cremas anti-arrugas, tintes para cabellos canosos; cualquiera se la hubiera imaginado en su tercera boda, asistiendo acompañada por los hijos que comparte con sus anteriores maridos, todos guapos tanto los hijos como los progenitores, bellos y perfectos como ella. Perfecto salvo por el hecho de que el amor, como cualquier otra cosa, incluso la vida, se apaga. Cualquiera la hubiera imaginado como la soltera de oro tras un cuarto fracaso matrimonial, aunque siempre les quedarían sus preciosos retoños para recordar los maravillosos momentos de cada uno de los enlaces en los que realmente estuvo, realmente creyó estar, totalmente enamorada. Vestidos a medida, viajes en primera clase, champagne, caviar, suites de lujo, fiestas desbordantes de glamour, maquilladores y peluqueros profesionales, vacaciones pagadas, escuelas privadas, universidades de prestigio, celebraciones de cumpleaños por lo más alto en los que ni aviones ni cohetes estarían invitados.

Esto fue lo que jamás ocurrió. C'est la vie, que dirían nuestros vecinos o nosotros mismos para dejar que las palabras recorran el tiempo a su debida velocidad dejándonos un sinsabor de inquietante impotencia. Mireia se casó, eso sí, se casó creyendo como nadie creería, que era para siempre. Dos hijos eran suficientes para un primer matrimonio, a los que ella pretendería dar otra infancia, esa que desconocía, la que le habían contado, la que le pertenecía a otros debería volver esta vez a su familia, después de haberse ido durante añorados años que nunca existieron. El matrimonio no duró más de seis, entre idas y venidas, entre desfiles y guarderías, cada uno por su lado y vídeos de bautizos y festejos familiares para el recuerdo. Al menos sí había un recuerdo. 

Como buena y mejor madre se creía, que la suya obviamente, con quién se iba a comparar si no, sus pequeños, que no tenían nada que envidiar a su joven mamá en donde ella no tenía memoria, saldrían a la calle, harían lo mismo que sus compañeros de clase y disfrutarían también, cómo no, de los domingos con su padre y alguna de sus numerosas conquistas. Sin cabida a la duda, firme en sus decisiones, Mireia, ya sola, rechazó contratos de las más prestigiosas compañías alegando lejanía, incompatibilidad con su vida familiar y otras cuantas causas que a ciertos mandatos de altos despachos acristalados con respaldos de cuero y fotografías familiares sobre las relucientes estanterías, no les humanizaría ni con toda la piel del mundo. El dinero no llegó a ser un problema, los ahorros eran más que suficientes, y con el trabajo de su ya ex marido, que vendía y revendía los mismos proyectos a un sitio y a otro, había conseguido una gran montaña de billetes de los más grandes fabricados, no grandes de tamaño sino de valor, aunque por consiguiente también de tamaño. Los pequeños tendrían asegurada su carrera universitaria y su vida de estudiantes hasta los veintitantos, no debían tomárselo con prisa pues el disfrutar de la vida era el propio disfrutar del momento y luego vendría el resto.

Una llama que, como cualquier otra cosa, se apaga (III)...